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Reseña Histórica del Regimiento
Autor: Alférez Waldo Zauritz Sepúlveda (QEPD)
Fotografía de los miembros fundadores del regimiento
26 de mayo de 1938
LA CREACIÓN DEL REGIMIENTO SANTA BÁRBARA.
Introducción.
En un Memorial del Ejército de Chile del año 1959, aparece una reseña sobre la creación del Regimiento Simbólico Santa Bárbara, la pionera de las unidades tradicionales de nuestro Ejército. Llama la atención que lo primero que se establece en dicha publicación es el objetivo de la Unidad, expresando: “Los primeros pasos para reunir a los viejos tercios artilleros en una organización espiritual que borrase las asperezas y resquemores que habían producido los acontecimientos políticos de la época y cuyas heridas sentimentales aún no se habían cicatrizado, fueron dados por la Inspección de Artillería, servida por el entonces coronel don Óscar Novoa Fuentes y secretario, teniente coronel don Víctor Labbé Vidal, con ocasión de celebrarse el 4 de diciembre de 1932, el Día del Arma……..A este acto de compañerismo que tuvo la virtud de borrar las luchas ideológicas pasadas, asistieron entre otros…..” [1]
En el mismo sentido, uno de los miembros fundadores del Regimiento Tradicional, el coronel Tobías Barros Ortiz, al referirse a la adopción de la fiesta de Santa Bárbara, que se inició en 1930 y a la posterior creación del Regimiento en 1938, indica que hubo varios años en que no se celebraron los homenajes a la Santa Patrona, señalando: “En los años siguientes, ingratas circunstancias, relacionadas con la vida política de la República, que rebotaron, sin conmovernos felizmente, hasta en los mismos cimientos de nuestra profesión, creando recelos y distanciamientos entre retirados y activos, no permitieron la celebración regular de Santa Bárbara en todos los Cuerpos del Arma.” [2]
Como se puede apreciar, ambos autores en sus recuerdos hacen alusión a una situación de antagonismos y distanciamientos entre los camaradas de armas, ocasionados principalmente por participaciones políticas e injerencias ideológicas, que habrían quebrado la comunidad espiritual de los militares, pasando a ser el Regimiento Simbólico el lugar de reencuentro en que ya en retiro y aplacadas las pasiones “sea efectivamente un centro de amistad donde volvamos a respirar ese aire de altura a que nos acostumbró la actividad militar. Soñamos encontrar en él el depurado compañerismo que a veces no se logra cuando se está en servicio, por la ambición de algún destino, de un ascenso o de alguna ventaja material. En el Regimiento Simbólico, al detenerse el escalafón, se detienen también las rivalidades y las emulaciones.” [3]
En consecuencia, para comprender en toda su dimensión la fundación del Regimiento Simbólico, ahora Regimiento Tradicional Santa Bárbara, necesariamente debemos remitirnos al contexto histórico, social y castrense que rodeó su creación, la que permitió en su oportunidad el reencuentro entre viejos camaradas que ya en el retiro, decidieron reconciliarse e igualarse adoptando el grado único de Alférez, que fue en la vieja artillería el primer escalón de la carrera militar.
El contexto de la época.
La derrota de los cuerpos de línea en las batallas de Con-Con y Placilla durante la revolución de 1891, conmovió profundamente la estructura institucional del glorioso ejército que había triunfado en la Guerra del Pacífico, siendo expulsados de sus filas todos los jefes y 118 capitanes que se habían mantenidos leales al presidente Balmaceda durante ese conflicto interno[1], siendo reemplazados por civiles que se desempeñaron en los mandos de distintos niveles del triunfante ejército congresista. Si bien es cierto que algunos oficiales del antiguo ejército, al tratarse de una guerra civil se habían incorporado tempranamente durante la escalada de la crisis a las fuerzas revolucionarias, tales como el general Holley o el coronel Del Canto y muchos alumnos de la Academia de Guerra, el nuevo ejército sería mandado mayoritariamente por esos oficiales que no eran de línea, muchos de los cuales pasaron directamente de la civilidad a ostentar grados de mayores, tenientes coroneles e incluso coroneles, sin haber sido formados militarmente en ninguna escuela o sin haber escalado desde los grados subalternos de la carrera. Era la recompensa a los vencedores. El ex capitán y diplomático Raul Aldunate Phillips, hijo de uno de los combatientes congresistas, al historiografiar el período relata: “Instaurado como Presidente el capitán de navío Jorge Montt, se organizan nuevos cuadros. Los generales, los coroneles, los comandantes, los mayores que habían logrado sus galones en las grandes gestas de las campañas del Perú y Bolivia, pagaron su lealtad al presidente Balmaceda. Derrotados los profesionales, los nuevos cuadros se integraron con ‘cucalones’, nombre que se les daba por el uso del casco afro-británico a los revolucionarios. Todavía en 1924, año del ‘Ruido de Sables’, toda la Alta Jefatura, salvo muy pocas excepciones provenía de las unidades revolucionarias de 1891. En verdad muchos de ellos, para llegar a los grados superiores, han ido a perfeccionar sus conocimientos a las academias militares del Kaiser de Alemania. Muchos se iniciaron con el grado de capitán y el propio general Altamirano, figura central de los acontecimientos que se rememoran, ya era abogado incorporándose al ejército después de pelear con bravura junto al teniente Dartnell a orillas del río Aconcagua. Sin pasar por la Escuela Militar, llegan al generalato: el general Mariano Navarrete, Ministro de Guerra; el general Luis Contreras Sotomayor; el general Juan Emilio Ortiz Vega y tantos otros. No quiere esto decir que las condiciones del Alto Mando no fueran meritorias. Basta con recordar que el general Brieva era reconocido en esa época como uno de los más preparados directores de la Academia de Guerra.” [2]
Más adelante continúa Aldunate: “Extirpado el Alto Mando del gobierno del presidente Balmaceda, alejados los oficiales experimentados de la Guerra del Pacífico, se crea una grave crisis. Al coronel prusiano Körner, le cabe enfrentar aquel difícil momento. No pudo en un principio evitar los injertos de oficiales cucalones sin estudios previos en los grados medios del ejército. Envía a la Alemania del Emperador Guillermo II a algunos bisoños oficiales; solicita y obtiene el Gobierno de Chile el que se envíe un grupo de instructores del ejército considerado en ese entonces como el mejor del mundo. Bajo la égida del tesonero Körner, esos instructores hacen una obra monumental y rápida. La Escuela Militar es provista de jefes e instructores prusianos. Se lanzan promociones de oficiales que sientan definitivamente las bases nuevas de un Ejército de Chile que, afirmado en sus tradiciones y glorias, pronto ha de ser modelo en al América nuestra, ayer y hoy.” [3]
Es fácil comprender que ese nuevo ejército traía incorporado en sus cimientos el germen de la politización entre sus oficiales. El triunfo del bando congresista en 1891 significó en lo político el establecimiento de un régimen parlamentario, abandonando el presidencialismo que había impuesto el orden durante todo el siglo XIX. De ahí en adelante, todas las grandes y pequeñas decisiones debían contar con la anuencia del Congreso, lo que en el mediano y largo plazo fue degradando la convivencia nacional e introduciendo una cada vez más notoria corrupción en todas las instituciones de la República.
En el caso del ejército, los oficiales debían asegurarse el patrocinio de algún parlamentario para aspirar a progresar en sus carreras. A esa relación indebida, se le llamaba “empeños”.[4]
El general Carlos Sáez Morales, en su obra “Recuerdos de un Soldado” señala: “El régimen de los empeños tenía que producir cierto encono en el ánimo de los oficiales que se sentían postergados. Tuvo otra consecuencia bastante perjudicial también; aguijoneados por el propio interés, algunos oficiales fueron comprendiendo la necesidad de buscar la amistad de personas capaces de prestarles una ayuda oportuna, y ninguna ayuda podía ser más eficaz, en aquellos tiempos, que la de los políticos. De la intervención de un diputado o un senador dependía muchas veces un comando, un cambio de guarnición o un viaje a Europa. Los políticos son hombres prácticos, ajenos a ciertos escrúpulos de conciencia. Su amistad en esa época de agudo parlamentarismo, tenía un valor extraordinario. La necesidad indujo pues, a ciertos oficiales a entablar relaciones no exentas de peligros para la institución.” [5]
Describiendo a la oficialidad de los años veinte, Gonzalo Vial afirma: “Cuando hablamos de oficiales, adviértase excluimos a los superiores. Su raíz era igualmente mediocrática, si descontamos algunos de difícil clasificación –ejemplo: los que venían de antiguas familias militares: los Barbosa, Baeza, Yávar, etc- y unos pocos aristócratas rezagados, cuyas carreras se iniciaran generalmente el 91 y en el ejército congresista. Pero todos se mostraban solidarios del establishment, pues éste les daba una remuneración aceptable, y los mantenía en el servicio activo, cualquiera fuese su edad, taponando el ascenso de los oficiales subordinados.
Éstos, de mayor abajo, se consideraban mucho peor retribuidos, proporcionalmente, que sus jefes, y además condenados a vegetar de manera indefinida en sus respectivos lugares del escalafón, hasta que la edad les impusiera el retiro, un retiro frustrante por no haber conseguido alcanzar grados superiores.” [6]
Para superar el problema estructural de la carrera militar, se propuso en 1907 una ley que regulara el sistema de ascensos de los oficiales, la que permaneció diecisiete años sin debatirse en el Congreso hasta 1924, fecha ésta última en que se produjo el llamado “Ruido de Sables”. Este sólo hecho, nos indica el desprecio que manifestaba la clase política por el ejército, al que sin embargo utilizaba como elemento de intervención en las jornadas electorales y a la vez en la represión en contra de las demandas del proletariado que progresivamente comenzaba a manifestar su descontento en contra de la clase dirigente.
Al interior del ejército, los oficiales más jóvenes comenzaron a organizarse, con la intención de aunar fuerzas para revertir el deterioro institucional. En 1907, se produjo la primera manifestación que reunió a los descontentos capitanes y tenientes en el Cerro Santa Lucía, lugar al que concurrieron a tomar una copa de cerveza como señal de su molestia.[7] La creación del Club Militar en 1910, otorgó un espacio de reunión en que los oficiales podían intercambiar opiniones sobre las situaciones que les preocupaban. Pronto, también comenzarían a surgir al interior de la institución distintas sociedades secretas, que agrupaban a los oficiales “con fines netamente profesionales”, la primera de las cuales fue conocida como la “Liga Militar”.[8] Sobre sus fines, que inicialmente fueron efectivamente de carácter profesional al estar impulsada por los oficiales que se desempeñaban en el Estado Mayor, el general Arturo Ahumada nos señala: “Desgraciadamente, esta organización de fines tan elevados fue decayendo poco a poco, y muchos se alejaron definitivamente, en vista de que comenzó a desvirtuar el objetivo con que había sido formada. Se incorporó al directorio algunos elementos civiles y más tarde tuve conocimientos de que se preparaba un golpe de Estado encabezado por la Marina y por el Ejército.” [9]
Como podemos apreciar, en el seno de la institución existían fragmentaciones que señalaban claramente una división entre el mando superior y los oficiales subalternos, quienes se sentían postergados y frustrados por el sistema imperante. Paradojalmente, en el exterior se consideraba al Ejército de Chile como un referente de profesionalismo y eficiencia, tanto así que numerosos gobiernos solicitaron el envío de misiones militares para reestructurar sus propias fuerzas armadas según el modelo chileno, las que cumplieron distinguidos oficiales en El Salvador, Colombia y Ecuador.[10]
Las preocupaciones de los oficiales pronto incluyeron el deterioro social que afectaba al país, sobre todo entre las clases más desposeídas de la población. El año 1914 ocurrieron dos hechos externos que tuvieron una profunda repercusión económica contraria a Chile. Ellos fueron la apertura del Canal de Panamá y el estallido de la I Guerra Mundial. Con el primero, los puertos chilenos perdieron importancia para el tráfico marítimo entre el Atlántico y el Pacífico, que hasta entonces obligadamente se realizaba a través del Cabo de Hornos o el Estrecho de Magallanes lo que hacía de Valparaíso un centro económico de primera importancia mundial. Por su parte, los alemanes obligados por sus necesidades bélicas lograron producir salitre sintético durante la I Guerra Mundial, mucho más barato que el nitrato chileno, con lo que la gran industria salitrera del norte entró en una espiral recesiva que afectó directamente a los miles de trabajadores que laboraban en ella, los que comenzaron a trasladarse a las ciudades en busca de nuevos empleos que no existían. Con ello, se agudizaría la magnitud de lo que se llamó “la cuestión social”, repercutiendo directamente en la composición de las alianzas políticas existentes, al punto que en 1920 triunfaría el candidato opositor al Gobierno –lo que no había ocurrido nunca durante toda la historia republicana de Chile- quien había presentado durante su campaña electoral un ambicioso y prometedor plan de gobierno con énfasis en lo social.
El problema que se le presentó al nuevo presidente, don Arturo Alessandri Palma, fue que su coalición política no alcanzó las mayorías necesarias de Diputados y Senadores y, conforme al sistema parlamentario imperante, el Congreso vetó todas sus iniciativas. El país estaba detenido y la corrupción, el nepotismo y la pobreza precipitaban a la sociedad chilena hacia una condición desesperada. Frente a la situación que se vivía, los militares decidieron inmiscuirse en los asuntos políticos.
[1] Nunn, Frederick: Emil Körner and the Prussianization of de Chilean Army, en The Hispanic American Historical Review, 1970, Vol. 50, p. 307.
[2] Aldunate Phillips, Raul: Ruido de Sables. Santiago, s/f. Imprenta de la Gratitud Nacional, p. 11.
[3] Ibid; p. 12.
[4] Vial, Gonzalo: Historia de Chile (1891-1973). Santiago, 1986. Impr. Andros Ltda. Tomo III, p. 130.
[5] Sáez Morales, Carlos. Recuerdos de un Soldado. Santiago, 1933. Biblioteca Ercilla, Tomo I, p. 35.
[6] Vial: Op. Cit. p. 128.
[7] En 1973, los oficiales de la Guarnición de Santiago concurrieron al Club Militar de la Alameda a tomarse un “Tom Collins”, como señal de su inquietud ante la situación política que se vivía en el país.
[8] Sáez: Op. Cit. p. 37.
[9] Ahumada Bascuñán, Arturo: El Ejército y la Revolución del 5 de septiembre de 1924. Reminiscencias. Santiago, 2006, Centro de Estudios del Bicentenario, p. 24.
[10] Sobre el tema consultar a: Arancibia Clavel, Roberto. La influencia del ejército chileno en América Latina. 1900-1950. Santiago, 2002; Ediciones del Centro de Estudios e Investigaciones Militares.
La intervención militar.
Durante los primeros cuatro años de la administración del presidente Alessandri, el Congreso mayoritariamente opositor bloqueó todo tipo de iniciativas que provinieran desde el Ejecutivo. Los gabinetes ministeriales se sucedían unos tras otros, ya sea por la renuncia de sus componentes al comprender que sus cargos no tenían destino o por medio de las interpelaciones de los parlamentarios que votaban sus destituciones. Por fin, en las elecciones de marzo de 1924 el Gobierno obtuvo sendas mayorías en ambas cámaras, sin embargo, las tan ansiadas “leyes sociales” continuaron sin aprobarse.[1] ¿Qué había sucedido? El nuevo Congreso no fue tan dócil a los deseos del presidente como éste lo hubiera deseado, sumándose a lo anterior que el país estaba arruinado económicamente y el erario nacional no era capaz de financiar los proyectos que continuaron pasivamente aletargados sin aprobarse. La gravedad de la situación económica era tal, que a los empleados públicos -incluidas las fuerzas armadas- se les debían entre cuatro y seis meses de sueldos atrasados.
El general Blanche, uno de los actores principales en la época, refiriéndose a la situación económica de los militares escribe: “Vivíamos como franciscanos. La situación en 1924 de los oficiales, suboficiales y tropa era insoportable. Al no llegar la carne a los cuarteles, teníamos que mandar a los conscriptos a la calle o a algunos darles largos permisos para volver a sus casas en provincias. La situación de los suboficiales era peor. Los perseguían los acreedores y tenían que estarse escondiendo en los cuarteles, negándose y comenzaban a refunfuñar. Ellos tenían derecho a la ‘ración de los casados’ y tampoco recibían esta ayuda en alimentos con regularidad. A mediados de 1924 lo que se adeudaba a este personal ascendía a más de seis meses en sueldos y raciones……En lo que respecta a los oficiales a mis órdenes como Comandante, esto representaba situaciones bien incómodas al tener que dar mi garantía que no era mucha, para obtener créditos en los bancos para casos de enfermedades de familiares y partos. Luego había que suplicar para que aquello no fuera descontado de un golpe ya que, cuando llegaba un poco de dinero, se nos dejaba escuálidos de inmediato…”[2] Es dable consignar que en octubre de 1924, después de los movimientos militares que a continuación relataremos, los sueldos militares fueron “elevados” a la suma de $700 pesos mensuales para los tenientes y $1.100 para los capitanes.[3]
No obstante la dramática situación descrita, y con el fin de ganarse el respaldo del díscolo Congreso, el Presidente de la República remitió a trámite un proyecto de “Dieta Parlamentaria”, que consistía en asignar dos mil pesos mensuales a cada Diputado o Senador más cinco mil pesos por concepto de gratificación. Se le llamó “dieta”, en un resquicio legal por cuanto la Constitución Política prohibía los sueldos a los parlamentarios. En la Cámara de Diputados el proyecto fue aprobado de inmediato. Habiendo pasado a discusión en el Senado, algunos tenientes y capitanes de la Guarnición de Santiago decidieron concurrir en calidad de público a la Cámara Alta, para manifestar su descontento contra esa inmoralidad, haciendo sonar las conteras de sus sables mientras se desarrollaba la sesión. Se vivía el 2 de septiembre.
La votación del proyecto se suspendió para el día siguiente.
Entre los 57 oficiales que asistieron a ese primer “Ruido de Sables”, podemos distinguir a siete artilleros: Marmaduque Grove Vallejos, Tobías Barros Ortiz, Jorge Escudero Otárola, Oscar Fuentes Pantoja, Víctor Ilabaca León, David Bari Meneses, Víctor Larenas Benavente y Javier Palacios Hurtado. Cinco de ellos llegarían a ser generales, de los cuales tres fueron comandantes en jefe y otro se destacaría como embajador.
Al día siguiente, los generales Luis Altamirano y Pedro Pablo Dartnell, Inspector General del Ejército y Comandante General de Armas de Santiago respectivamente, le dieron seguridades al Presidente de la República en el sentido que la concurrencia de los oficiales había sido espontánea y sin premeditación alguna, por lo que no correspondía tomar ninguna medida disciplinaria contra ellos. El presidente, aún en contra de lo recomendado por el Consejo de Gabinete que integraban todos los ministros, estuvo de acuerdo y en su condición de “Generalísimo de las Fuerzas Armadas” así lo ordenó. Al caer la tarde, cuando se reanuda la sesión del Senado, las tribunas están colmadas, ahora por más de doscientos oficiales, que se manifiestan nuevamente mediante silbidos o aplausos en contra o a favor de los senadores que apoyan o rechazan el proyecto. Se procede a desalojar a los manifestantes, los que al bajar las escaleras de mármol del hemiciclo sueltan los tiros de sus sables para que estos vayan resonando en cada una de las gradas. Sería el segundo “Ruido de Sables” y a partir de ese momento se prohibió la asistencia de los oficiales al Congreso.
Los expulsados oficiales se dirigen al Club Militar, lugar al que luego llegaría el diputado y Ministro de Guerra Gaspar Mora, ex capitán que se había retirado del ejército sólo el año anterior y en quien los oficiales más jóvenes tenían depositadas sus esperanzas de mejorar la situación de los militares. Él había sido el encargado de comunicar a los oficiales, durante la sesión del Senado, que debían abandonar el recinto. Luego de intentar explicar sus gestiones para tratar de despachar las leyes postergadas, entre rechiflas es expulsado del Club Militar. El teniente Mario Bravo, en representación del resto de los asistentes le dijo: “Capitán Mora. Tú te has transformado en un político. Vuelves a repetir los argumentos que conocemos. Gaspar Mora: sano, completamente sano saliste del ejército y recién nos has echado de tu nueva morada. Ahora tú no mereces estar en nuestro hogar. Convives en la pudrición de la política y estás contaminado. Te hemos borrado de los registros de este club.” [4]
Al día siguiente, 4 de septiembre, los tenientes invitaron a los capitanes de la guarnición a “tomar el té” en el Club Militar. Se juntaron más de 400, incluidos entre ellos dos mayores: Marmaduque Grove y Carlos Ibañez. En algún momento se presentó el general Altamirano, el que fue objeto de grandes aplausos por haber defendido y haber hecho causa común con los oficiales manifestantes en el Consejo de Gabinete que se había celebrado de ese día. Esa noche, una representación de los tenientes y capitanes se reúne secretamente con el Presidente de la República, explicándole sus peticiones; el presidente les aconsejó hacer sus requerimientos por escrito.
El 5 de septiembre se constituye un “Comité Militar,”[5] presidido por el comandante Blanche, que envía al presidente sus peticiones contenidas en trece puntos: I, Reforma de la Constitución Política; II, Veto a la ley de la Dieta Parlamentaria; III, Despacho de la ley de presupuestos; IV, Retiro de los Ministros Salas Romo, Zañartu y Gaspar Mora; V, Despacho inmediato del Código del Trabajo y demás leyes de carácter social; VI, Modificación del impuesto a la renta; VII, Estabilización de la moneda; VIII, Aprobación de la ley de Empleados Particulares; IX, Vigencia de la ley de recompensas a los sobrevivientes de la Guerra del Pacífico; X, Reforma a las leyes Orgánicas del Ejército; XI, Pago de haberes insolutos al profesorado primario y demás empleados públicos; XII, Aumento de sueldo a las tropas de carabineros, marina y ejército; XIII, Exclusión absoluta y permanente de los miembros del ejército y marina de las luchas electorales y de cualquier acto de índole política.
El día 8 de septiembre, sin más debates el Congreso aprobó dieciséis leyes, algunas de las cuales habían permanecido sin discutirse por más de quince años. Ellas fueron: presupuesto para 1924; recursos por 110 millones para solventar el déficit fiscal; ley de cooperativas; reforma a la ley de accidentes del trabajo; ley sobre empleados particulares; ley sobre el contrato de trabajo; ley sobre tribunales de conciliación y arbitraje entre patrones y obreros; reglamentación de las organizaciones sindicales; seguro obligatorio de enfermedades e invalidez; reforma de la ley de la caja de retiro del ejército y la armada; aumento de la planta del ejército; aumento de sueldos y gratificaciones de los suboficiales del ejército y armada y de los oficiales y tropa de carabineros; organización de las policías y sueldos del personal; personalidad jurídica a las Fabricas y Maestranzas del Ejército; modificación de la ley de ascensos en el ejército; ley sobre retiros del ejército y armada.[6]
Junto con la aprobación por parte del Consejo de Estado de todas las leyes tramitadas ese día en el Congreso, el Presidente de la República presentó su renuncia al cargo. En este punto se estima necesario establecer que el movimiento iniciado por el Comité o Junta Militar no era ni a favor ni en contra del presidente, como tampoco se puede calificar de inspiración de derecha o izquierda política. Se inició como una actividad gremial que pretendía inicialmente solucionar los graves problemas institucionales de las fuerzas armadas y de paso incorporó en sus requerimientos medidas de carácter social que habían sido postergadas durante muchos años por la clase política gobernante. Así fue expresado en una declaración al país, en la que se señalaba: “I; El movimiento militar no ha tenido, no tiene ni tendrá en absoluto carácter político. II; El movimiento está inspirado exclusivamente en la necesidad suprema de salvar a la Nación arruinada por la corrupción política y administrativa, y no terminará mientras no realice ampliamente su misión. III; declara al país, bajo la garantía solemne del honor y de las tradiciones de las instituciones armadas, que no se pretende establecer un gobierno militar, ni entronizar dictadores de ninguna especie”.[7]
Luego se incluirían nuevas demandas del Comité Militar, ahora a una Junta de Gobierno que había asumido el Poder Ejecutivo ante la renuncia de don Arturo Alessandri, entre las que se contemplaban la designación de una Asamblea Constituyente para reformular la Constitución Política, la descentralización administrativa del país mediante la creación de administraciones regionales, la creación de los escalafones administrativos y judiciales, estudio de un impuesto progresivo a la renta, creación del Banco Central de Chile, etc.[8]
A pesar de la declaración del Comité Militar de que no pretendía establecer un gobierno militar, los acontecimientos se precipitaron con la renuncia del presidente. Vial escribe: “La salida del ‘León’ (Alessandri en sus campañas electorales se autoproclamaba como el León de Tarapacá) conducía de hecho, fatalmente, al gobierno militar que el voto recién aclamado descartaba de modo tan enfático.” [9]
En efecto, se establecieron sucesivas juntas integradas por civiles y oficiales de diversas graduaciones, participando estos últimos como ministros en varios gabinetes; el año 1925 regresa al país y al gobierno el presidente Alessandri, momento en que promulga una nueva Constitución Política. Luego sería sucedido por el presidente Emiliano Figueroa quien renuncia a su cargo en mayo de 1926. Se procede a una nueva elección presidencial en la cual se proclama vencedor al coronel Carlos Ibáñez del Campo, quien logró un 98% de los sufragios.[10]
El presidente Ibáñez gobierna el país con mano férrea y en sus gabinetes usa y desecha a civiles y militares, lo que va creando camarillas de adherentes y detractores. La bibliografía existente así lo demuestra y es muy difícil obtener visiones objetivas sobre él o sus actuaciones, precisamente porque entre los autores no hay términos medios: o lo odian o lo ensalzan. Esa práctica también se enquistó en el ejército, produciendo profundas divisiones entre los oficiales que afectarán la convivencia institucional. Si bien es cierto el ejército se mantuvo corporativamente disciplinado, es innegable la existencia de algunos oficiales que dejaron con dolor las filas, ya fuera por decisión propia o por imposiciones que provenían desde La Moneda. En realidad, don Carlos Ibáñez desde sus tiempos como Ministro de Guerra a partir de 1925 estaba empeñado en “depurar” al ejército, “buscando reimplantar al interior de la institución el sentido de la disciplina y el orden jerárquico en las filas, que habían resultado quebrantados durante el proceso revolucionario…….El restablecimiento de la disciplina iba acompañado de una campaña de despolitización del ejército y de una vuelta a las tareas profesionales. Ibáñez y su grupo de adeptos se daban cuenta de que era necesario, una vez lograda la revolución, frenar en forma drástica el entusiasmo revolucionario, los afanes deliberativos y la indisciplina entre la oficialidad, si no se deseaba que el ejército se convirtiera en una institución caótica, dividida y politizada, fuente segura de futuros trastornos políticos para el país.” [11]
Para lograr lo anterior, se promulgaron nuevas leyes y decretos sobre ascensos y retiros, además de establecer comisiones calificadoras de méritos. Ello significó que “en el mes de agosto de 1925 hubo ascensos simultáneos de 66 oficiales al grado superior respectivo y en abril de ese año, más de 50 oficiales de los rangos de capitán a general, habían pasado a retiro desde septiembre de 1924. Un año más tarde, el número acumulado de oficiales pasados a retiro ascendía a 109.” [12]
Luego de la caída del gobierno de Ibáñez en 1931, debida principalmente a la mala situación económica que vivía el país y que se deterioró aún más a raíz de la crisis mundial provocada por el derrumbe de la bolsa en Estados Unidos, se produjo un revanchismo antimilitarista que afectó seriamente al ejército, el que debió reducir y reorganizar su estructura, haciendo que jubilaran oficiales, rebajando sueldos y pensiones o eliminando algunas granjerías. Para efectos de esta crónica, sólo nos referiremos a algunos artilleros. Fueron pasados a retiro entre muchos otros el Comandante en Jefe del Ejército, general Pedro Charpín y aquellos jefes que no contaban con la confianza del nuevo gobierno. El general Carlos Sáez, que ocupaba la cartera de guerra, renunció a su cargo, negándose a firmar el decreto que exoneraba de las filas a esos oficiales. Su cargo lo ocupó el general hasta entonces retirado Enrique Bravo, que había participado junto a Marmaduque Grove, también artillero, en una conspiración para sublevar en contra del presidente Ibáñez a la guarnición de Concepción. Pero quizás el caso más ilustrativo del revanchismo antimilitar lo sufrió otro artillero, el comodoro Arturo Merino Benítez. Escribe Vial: “Éste había ya jubilado cuando, bajo la vehemente sospecha de conspirar –y utilizando como pretexto un artículo contra el Gobierno, que Merino publicara en la revista Wikén-, el Ejecutivo lo reintegró al servicio, sólo para destituirlo de inmediato. Con ello, perdía la pensión.” [13]
Muchos de los oficiales pasados a retiro, se fueron a combatir a la Guerra del Chaco, conflicto estallado entre Bolivia y Paraguay que se desarrolló entre los años 1932 y 1935. Fueron más de cien oficiales los que abrazaron como mercenarios la causa de Bolivia y por lo menos unos cuarenta los que se dirigieron a Paraguay. La necesidad de mantener a sus familias, al haber sido expulsados de las filas del ejército así se los imponía.
El 1° de septiembre de 1931, los suboficiales de la marina en concomitancia con agentes comunistas, se tomaron los buques de la escuadra, apresando o expulsando a los oficiales. Tanto el ejército como la recién creada fuerza aérea actuaron coercitivamente contra los amotinados, asaltando con los regimientos de Concepción el Apostadero Naval de Talcahuano y bombardeando por vía aérea los buques que se habían concentrado en la bahía de Coquimbo. El 24 de diciembre de ese mismo año, partidas comunistas intentan asaltar el Regimiento Esmeralda, siendo rechazados por la guardia con grandes bajas. El 4 de junio de 1932, el coronel Marmaduque Grove exige la dimisión del presidente Montero, estableciendo una Junta de Gobierno presidida por el general Arturo Puga, dando inicio así a lo que se llamó la “República Socialista”. En la clandestinidad se preparan las “Milicias Republicanas”, las que serían reconocidas y apoyadas oficialmente por el presidente Alessandri que fue reelegido en diciembre de ese año. El apoyo gubernamental a esa fuerza paralela fue de tal magnitud, que en menos de dos años llegaron a tener más de 50.000 hombres, organizados en un Estado Mayor con su propio Comandante en Jefe, Brigadas y Regimientos a lo largo de todo el país; el armamento, que además de los fusiles y ametralladoras incluía aviones y artillería, procedía del Ejército de Chile, que se vio obligado a entregarlo.
El coronel artillero Tobías Barros Ortíz, que fue un testigo y actor de la época historiografiada al desempeñarse como secretario personal del general Ibáñez, escribió en 1988: “La decisión de intervenir en la vida política de un país es para un jefe militar mil veces más difícil que las decisiones que pueda tomar en el campo de batalla en tiempos de guerra….Durante la guerra un error en la elección de posiciones, el fracaso de un plan de operaciones o una falsa maniobra estratégica o táctica pueden siempre corregirse, y la herramienta puede ser empleada de nuevo una vez reforzada o revitalizada.
En la paz, sin embargo, si se yerra al no fijar el comienzo y la retirada oportunos de una intervención militar en la vida política del país, son las Fuerzas Armadas las que se deterioran sin remedio. Aunque aparezcan materialmente intactas, al faltarles la fe y el cariño de la ciudadanía ellas pierden aquello que, a diferencia de los aviones o los buques, no puede comprarse: el respeto y la confianza públicos.
Recuperar ese respeto y esta confianza cuesta años de trabajo silencioso y abnegado, no exento de injustas humillaciones y torpes y cobardes venganzas. Y en esos momentos los militares no contarán con los civiles que los empujaron a la intervención y se aprovecharon de ella. Hemos vivido esa historia.” [14]
[1] El resultado de las elecciones de marzo de 1924 significó que el Gobierno obtuvo una mayoría de 30 Diputados y de 11 Senadores sobre la oposición. Fuente: Vial, Op. Cit. Vol. III, p. 346.
[2] Aldunate: Op. Cit. p. 22.
[3] Decreto Ley N° 55 de octubre de 1924. Archivo Histórico del Ejército.
[4] Aldunate; Op. Cit. p. 50.
[5]Bennet A, Juan: La revolución del 5 de septiembre de 1924. Santiago, s/f, Ed. Balcells & Co, p.28. “El primer Comité o Junta Militar quedó compuesto como sigue: general Pedro Pablo Dartnell, Comandante General de Armas de Santiago; comandantes Ditborn y Acevedo, representantes de la marina; teniente coronel Urcullú, representante del Estado Mayor General; coronel Ahumada y teniente Bravo, representantes de la Escuela Militar; comandante Ewing y capitán Fenner, representantes de Carabineros; teniente Calvo, representante de la Academia de Guerra; mayor Ibañez y teniente Lazo, representantes de le Escuela de Caballería; mayor Canales, del regimiento Buín; mayor Mujica y capitán Aguirre, del Regimiento Valdivia; comandante Salinas del Regimiento Telégrafos; comandante Blanche y capitán Cabrera, del Regimiento Cazadores; mayor Puga, del Regimiento Tacna; mayor Viaux, capitán Vásquez y teniente Urízar, del Grupo de Artillería a Caballo Maturana; mayor Grasset, del Grupo de Montaña; mayor Pozo del Batallón Andino; capitán Moreno, secretario. Total 25 oficiales”.
[6] Bennet: Op. Cit, p. 51. / Vial, Op. Cit; Vol.III p. 393.
[7] Bennet: Op. Cit. p. 59.
[8] Charlín O, Carlos: Del avión rojo a la República Socialista. Santiago, 1972; Ed. Quimantú, p. 51.
[9] Vial: Op. Cit. p. 400.
[10] Ibid: p. 166.
[11] Scott, Harry: Pensando el Chile nuevo; las ideas de la revolución de los tenientes y el primer gobierno de Ibáñez, 1924-1931. Santiago, 2009. Centro de Estudios del Bi-centenario; p. 104.
[12] Ibid: p. 108.
[13] Vial: Op. Cit; Vol V, p. 25.
[14] Barros Ortíz, Tobías: Recogiendo los pasos. Santiago, 1988; Ed. Planeta Espejo de Chile; p. 15.
La creación del Regimiento Santa Bárbara.
Hemos revisado un largo tramo de nuestra historia republicana para otorgar el contexto de lo que vivieron nuestros predecesores del arma, en una época en que las pasiones se desataron, no como una acción concertada o premeditada de caudillos militares ansiosos de poder, sino como una reacción legítima ante la degradación de todo tipo a la que nos había llevado la inoperancia de un sistema político que postergaba las aspiraciones de la ciudadanía, reemplazándolas por discusiones y debates inconducentes que entrababan cualquier solución a los problemas reales de la Nación.
Al entrar en los avatares de la política, donde los que hoy son aliados mañana pueden ser adversarios, la oficialidad se fragmentó en diferentes corrientes que quebraron la comunidad espiritual inicial, que obedecía sólo a aspiraciones profesionales. Camaradas de armas se enfrentaron entre sí, abortando amistades de toda una vida y adoptando posiciones irreconciliables en que cada cual se sentía poseedor de la razón. Si bien es cierto que la misión se había cumplido produciendo la regeneración política y administrativa del país, el precio a pagar fue muy alto, tal como lo señalara el coronel Tobías Barros. Al final de la jornada, todos resultaron perdedores, pero en la tranquilidad del retiro, fueron capaces de reflexionar sobre el pasado reciente rescatando los valores positivos y echando al olvido las ofensas y los resquemores. Es necesario comprender la carga emocional a la que estuvieron sometidos esos oficiales por más de quince años, la que venía incoándose desde mucho tiempo atrás, frente a la frustración de un país que se arruinaba. Esa presión, desde luego que tuvo que despertar resquemores e incluso odiosidades entre ellos, a pesar de lo cual pudieron superarla y buscaron reconciliarse.
Ese fue el sentimiento profundo que impulsó a los fundadores del Santa Bárbara. Había que restañar las heridas y reencontrarse con los camaradas, recuperando el sentimiento de pertenencia que al alero de las virtudes militares les permitiera nuevamente compartir con lealtad y franqueza recuerdos y nuevas aspiraciones. Uno de los fundadores explicaba: “Recordemos que hay virtudes con las cuales, aun los que no quieren a la gente armada, adornan a nuestra profesión: la franqueza, la lealtad, el valor, el compañerismo, el espíritu de sacrificio y el amor a la responsabilidad, son virtudes militares por antonomasia. Al crear la Unidad Simbólica en el momento en que dejamos el servicio activo, hemos buscado en ella esas virtudes y costumbres que fueron la atmósfera espiritual en que nos movimos en los mejores años de la vida”. [1]
Imbuidos en ese propósito, 42 oficiales de artillería en situación de retiro acordaron juntarse para almorzar el día 26 de mayo de 1938 en los salones de la casa comercial Gath y Chaves, ubicada en la esquina de las calles Huérfanos y Estado, que en la época constituía uno de los puntos más atractivos de la capital. [2] Ese día se celebraba el aniversario del Regimiento Tacna.
“Estábamos juntos esos cuarenta artilleros, viejos y jóvenes, de general a teniente, disfrazando con risas y chascarros la sutil melancolía de ese aniversario fuera del cuartel, sin clarinadas ni banderas. Pero al poco rato, la sala del restaurante, civil y anodina como una estación de ferrovías, tuvo perfume de hogar y el aire de un casino de regimiento, que fue vistiéndose nuevamente con el uniforme de nuestra juventud. Y lo que no estaba en el programa surgió de improviso. Nos sentíamos felices, juntos de nuevo, viejos y jóvenes artilleros, olvidados de cuanto pudo separarnos en el servicio activo. ¿Por qué no prolongar esa alegría y esa emoción? Convinimos, primero, en reunirnos todos los 26 de mayo; y, sin esfuerzo y sin que podamos ahora decir quien dijo la primera palabra, nació la idea del Regimiento Simbólico.
Cuerpo de artillería sin cañones, sin clarines, ni granadas, ni caballos aparte por cierto, de los fogosos corceles de nuestra fantasía lanzados en ese momento en galope de toma de posición descubierta.” [3]
Luego de aclamada la idea, se discutió el nombre que se pondría a la Unidad Simbólica y tras un debate caracterizado por el jolgorio, se concluyó en que el más adecuado debía ser Santa Bárbara, en homenaje a la patrona mundial del arma que nuestros predecesores habían incorporado desde 1930.
La tradición oral, transmitida desde hace muchos años entre los artilleros, nos señala que esa reunión inicial se realizó en Gath y Chaves por cuanto algunos de los ex oficiales asistentes tendrían prohibido el ingreso a los cuarteles. Eso puede ser perfectamente cierto, dada la situación que todavía se vivía en el país y que sólo se tranquilizó a fines de ese año de 1938 con el advenimiento a la Presidencia de la República de don Pedro Aguirre Cerda, quien a poco de asumir su cargo dictó una ley de amnistía para favorecer la reconciliación. El autor de este trabajo no ha encontrado ninguna referencia en los archivos oficiales del ejército ni tampoco en los escritos de los protagonistas que confirmen esa versión, la que en todo caso concuerda con el espíritu de los miembros fundadores: en el Santa Bárbara todos somos iguales practicando la vieja amistad.
[1] Barros: Santa Bárbara en Chile; Op. Cit, p.30.
[2] Los asistentes y miembros fundadores fueron: Luis Altamirano Talavera; Juan Pablo Bennet Argandoña; Alejandro Bernales López; Tobías Barros Ortiz; David Bari Meneses; Pedro Barros Forné; Ismael Carrasco Rabagó; Pedro Charpín Rival; Dr. Marcos Donoso; Ángel Errázuriz; Víctor Figueroa; Roberto Guerrero Briones; Enrique Gutiérrez Sifón; Alfredo García Zegers; Rafael Gallardo Godomar; Manuel Iriarte Millán; Ernesto Jiménez Gallo; Hernán Jarpa Gana; Francisco Lagreze Frick; Víctor Luna Reyes; Víctor León Ilabaca; Víctor Larenas Benavides; Ernesto Medina Fraguela; Arturo Merino Benítez; Carlos Novoa Sepúlveda; Guillermo Novoa Sepúlveda; Julio Olivares Mengolar; Julio O’Ryan Nieto; Guillermo Pickering; Juan C. Pérez Ruiz-Tagle; Carlos Plaza Bielich; Arturo Puga Osorio; Rafael Pizarro Argandoña; Enrique Quiroga Rogers; Víctor Rivera Cruzat; Carlos Ignacio Risopatrón; Cárlos Sáez Morales; Víctor Tirado Aldunate; Marcial Urrutia Urrutia; Elías Veloso Rivera; Leopoldo Vásquez Leshe; Roberto Yungue Léiva;.
[3] Barros: Op. Cit. p. 25.